Cuando al anochecer de aquel domingo, a
esa hora queda en que los pueblos pequeños casi duermen, en que la
vida se desarrolla toda intramuros, el Mellado llamó a la puerta de
la Casa Parroquial, el organismo de don Joaquín reaccionó con
aquella piel de gallina y aquella energía que sólo se generaba en
los acontecimientos importantes. “Estoy preparado”, se dijo,
“vamos allá”. El Mellado traía el saco como habían acordado y
don Joaquín le había puesto pilas nuevas a la linterna. El utillaje
estaba, pues, a punto, así que se dirigieron silenciosamente hacia
la iglesia, según el plan elaborado.
Don Joaquín había empezado a
planearlo todo la misma noche del Corpus, empujado por la ofensa
sufrida al mediodía, por la sonrisa hiriente del maestro, por la
carcajada retenida (o no tanto) de los monaguillos y de los que
portaban el palio. La misa del Corpus había sido brillante,
esplendorosa, como a él le gustaba. Todo limpio, correcto, cuidado
en el detalle, como el Señor se merece. La procesión, una
manifestación de fe, con todo el pueblo (menos el maestro, claro)
implicándose. Tres altares primorosamente preparados y adornados en
el trayecto, la custodia refulgente, las cantoras más atinadas y
entonadas que nunca. Don Joaquín se había puesto la capa que
pesaba, la de los bordados primorosos de oro. Oro también aquel sol
de Corpus que era todo luz y vida. No importaba el sudor, ni el
dolor de la rodilla, porque el Señor era adorado, reverenciado como
corresponde. Al regreso, a don Joaquín le gustaba, antes de entrar
en el templo, voltearse y mostrar el pan de vida otra vez a la gente,
sabedor de que muchos no entrarían de nuevo en el sagrado recinto,
así que, desde lo alto de la pequeña escalinata, retirado ya el
palio, bendecía con el Señor Sacramentado al pueblo y a su gente,
incluido el maestro. Hay que aclarar que el maestro era el descreído
del lugar, el que se condenaría si no enmendaba su displicente
desprecio hacia todo lo sagrado; cada Corpus se sentaba en un banco
de la plaza y se ponía a fumar su pipa con gesto de satisfacción,
como si aquel placer evanescente superara cualquier tipo de alegría
religiosa. En la bendición, cuando la custodia daba el último
recorrido a la derecha, con el último trazo de la cruz, don Joaquín
miraba al maestro diciéndose por dentro: “esto va también por ti,
ateo, fastídiate”. Así un año y otro, pero aquel Corpus le tocó
a don Joaquín decirse otras cosas, ninguna buena, por dentro.
Llegado al final de la escalinata, se había dado la vuelta, los
varales del palio se habían hecho a un lado. El buen párroco
iniciaba la bendición. Subió hacia arriba la custodia para empezar
a trazar la cruz, y en el preciso momento en que comenzaba a bajar
los brazos, un excremento de paloma de un tamaño increíble se le
estrelló en la frente despejada. “¡Hostias!”, gritó el tonto
del pueblo y no precisamente como reconocimiento y alabanza. ¿Qué
hacer? La bendición estaba ya en marcha y no podía pararla, así
que con los reflejos que da la experiencia clerical, don Joaquín
acabó de trazar la cruz en el aire, tal vez algo más velozmente que
otros años. Al llegar al extremo derecho vio la sonrisa socarrona
del maestro y aquello le dolió, si cabe, todavía más por dentro.
Giró y enfiló hacia el interior de la iglesia, donde le pareció
que hasta la mismísima Virgen de la Soledad se mofaba de él; a
medio pasillo, la mano caritativa de la tía Sabina, cual Verónica
oportuna, le limpió la frente con gesto rápido mediante un paño
adecuado y la ceremonia pudo acabar como de costumbre.
Por todo ello, hete aquí que el
domingo siguiente, ya entrada la noche, penetraron con el Mellado en
el templo y subieron por la empinada escalera que llevaba al
campanario. Con otro motivo, su rodilla no lo habría resistido, pero
la misma tensión de lo que iban a perpetrar parecía haberle
anestesiado los meniscos. Don Joaquín se decía que aquello era como
cumplir un deber de justicia (dar de comer al hambriento) o como
prevenir riesgos laborales. El Mellado era un buen colaborador,
barato y eficiente. No tenía una vida fácil. Solo en el mundo,
incapaz de someterse a la regularidad de los horarios, sobrevivía
con algún encargo esporádico, con la generosidad de las almas
caritativas y con el consuelo de algunos tragos de vino. Llegaron a
lo alto del campanario. La acción fue directa, precisa, rápida. A
medida que la luz de la linterna las alumbraba, se quedaban las
palomas como tontas y el Mellado las agarraba, las daba un golpe
contra el suelo y al saco. Menudo banquete se iba a pegar. En cinco
minutos volvieron a estar abajo. Pasaron a la sacristía, donde el
Mellado ató el saco con un cordel de esparto (alguna todavía se
movía, no importaba, aquella misma noche estaría en la cazuela).
Allí en la sacristía don Joaquín le entregó la acordada botella
de tintorro. Y, antes de despedirse, el broche final. Sacó un vaso
de un armario y le sirvió al Mellado una dosis generosa, casi hasta
el borde, de vino de misa de la acreditada marca De Muller. El Mellado
se relamió los labios como para mejor disponerlos para aquella
experiencia inusitada, y tomó el vaso en su mano. Entonces ambos
autores materiales se dieron cuenta que en el vino de licor flotaba
un mosquito de considerable tamaño. “Siempre hay algo que tiene
que arruinar la fiesta”, se dijo don Joaquín. Pensó que el
Mellado lo apartaría con los dedos de la misma mano asesina. Ni
hablar. “Anda, anda, dobla las patitas que vas de viaje”, le dijo
el Mellado al mosquito. Y hala, de un trago, pa dentro, que ya se
sabe que lo que no mata, alimenta.
2 comentarios:
Agradable y costumbrista lectura.
Este don Joaquín daría para un libro con sus aventuras
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