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sábado, 29 de enero de 2011

De luces de fuera y dentro


Estuve en Valls el pasado jueves. Andaban todavía montando los aparejos de luces para celebración de las fiestas Decennals de la Candelaria que empezaban al día siguiente (o sea ayer). Los aparejos en la plaza del Pati me recordaron al alumbrao de la Feria de Abril sevillana. En Valls, aunque habrá danzas, lo característicamente central del lugar (con fiestas o sin ellas) no es el baile, sino los castells. Digo yo que algo hay de común, además de las luminarias, entre estos y aquellas. Es la dedicación a lo evanescente y lo gratuito. Horas y horas de preparación y aprendizaje. Sudor y autoestima. la mujer que baila unas sevillanas es, en ese momento, la reina del mundo, al menos se siente así, no importa la edad que tenga, ni importan los espejos, ni la clase social. Algo parecido sucede con el casteller. No importa el lugar que ocupe, si en los dosos o simplemente apretando en la pinya. Lo que se carga y se descarga es su castillo. ¿Qué más efímero que el baile de una sevillana o la ejecución de un castell? Y, sin embargo, son esta suerte de cosas efímeras las que parecen acercarnos más a la corza huidiza que es la felicidad.

Por cierto, a Valls fui a visitar a unas monjitas de clausura. No me dolió regresar el mismo día, perderme el encendido de las 350.000 bombillas y todo eso. Porque me vine llevando mucha luz por dentro. Será quizá que lo que realmente perseguimos y no siempre encontramos en la fiesta y el jolgorio es que nos alumbren por dentro.

martes, 4 de enero de 2011

Divinas palabras


En el principio, era la Palabra, y la Palabra era cabe Dios, y Dios era la Palabra. ¿Y si no hubiera sido así? ¿Qué hubiera sido de nosotros si Dios fuera todo silencio y reserva? Un Dios silente, mudo. Dios de la taciturnitas y no del Verbum. Una posibilidad sería entonces la del paganismo en toda su pureza: adoraríamos un astro, una piedra, una madera carcomida, una pantalla de plasma. Y cualquier oración sería inútil. Porque en tal Dios el mutismo iría muy probablemente unido, como suele pasar, a la sordera. Si Dios no hubiera hablado, no podríamos saber que Él es. Dirá el ateo que en realidad no ha hablado, que él mismo nunca lo escuchó, que precisamente por eso no puede admitir que sea. Dirá el creyente que para captar la Palabra (la de las muchas ocasiones y muchos modos) se requiere un oído atento, que no hay peor sordo que el que no quiere oír. Digo yo que si Dios no hablase, no habría manera de saberse concernido respecto a Él, no habría manera de saber de qué lado está.

Si Él no hubiera hablado, puede pensarse que tampoco sabríamos hablar, que no iríamos más allá del gesto torpe, del gruñido, del ladrido. Bien mirado, si Dios no hubiera hablado, yo sería un fanático animalista, uno de esos que equiparan lo humano y lo animal, hombre y mono y mosquito, uno de esos que hablan de sí y mismos y de las ratas en primera persona del plural. Yo creo que tal vez tendrían una remotísima posibilidad de convencerme, si no fuera por un detalle que no puedo fácilmente obviar, el jodido detalle de que para defender algo presentado como tan evidente necesitan muchas, insistentes y densas palabras.

Tengo para mí que si Dios no hubiera hablado, todo sería fácil certidumbre, pero certidumbre de oscuridad, de muerte, de falsedad, de nada.