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domingo, 28 de febrero de 2010

Y qué más da

La vida en una ciudad (pongamos Barcelona, por ejemplo) puede ser muy aburrida para los que todavía no utilizamos, sentados en ella o empujándola, una silla de ruedas. También nos perdemos ciertas aventuras si no hemos alcanzado la edad de los achaques al salir a llenar el carrito de la compra. Algunos ni siquiera vivimos ciertos lances inherentes a empujar un cochecito de bebés gemelos. Como buen outsider, no soy un defensor a ultranza de ciertas discriminaciones positivas que acaban derivando hacia la falta de equidad. Para muestra un botón políticamente incorrecto: nunca he entendido lo razonable de que un inválido (perdón, minusválido, digo discapacitado) tenga que tener reservada en exclusiva una plaza de aparcamiento veinticuatro horas sobre veinticuatro, cuando seis días por semana sólo la usa de 8 de la noche a 6 de la mañana (el resto de horas, los “capacitados” dando vueltas para no encontrar dónde y aquel amplio espacio siempre vacío). Sin embargo, reconozco que ciertas ventajas hay que ofrecer a las personas a las que les han tocado en suerte particulares limitaciones, aunque sólo sea por aquello de que mañana puede tocarme a mí.

Por ello, me pregunto si uno de los verdaderos problemas que asola nuestra sociedad no es la filosofía de la chapuza, del “y qué más da”, con la cual algunos, probablemente adoradores de Cobras o que cobran por lo que no hacen, por no pasar por “pringaos” acaban pringando a los demás. Todo esto viene a cuento del interrogante que se plantea al considerar que si se gasta un pico de las arcas públicas para accesibilidades, para hacer la vida urbana más fácil, para que todo sea más viable y hacedero, cómo entender que de pronto nos topemos con cosas como ésta:



sábado, 13 de febrero de 2010

La espiritualidad como complicación


A veces uno piensa que hay gente convencida de acceder al misterio simplemente complicando el lenguaje. Hoy acabo de ver anunciadas unas conferencias que organiza el Centre Edith Stein y que tendrán lugar próximamente en el Carmelo de Mataró. El titulo principal del conjunto no es muy original: "ser uno mismo y vivir en libertad". Los títulos de las conferencias tampoco están fuera de lugar; en cuanto a los conferenciantes, dos pesos medios, un peso pluma y un sparring. Lo que chirría es el subtítulo explicativo (ja) que le han puesto al conjunto: "la desposesión de las alienaciones cotidianas a la luz de las diferentes tradiciones monásticas". El tipo o la tipa que ha pergeñado la explicación se habrá quedado bastante desposeído de pelo. Personalmente, creo que podría haberse esmerado más, algo así como: explicitación del extrañamiento de la enajenación de la desposesión de las alienaciones cotidianas que emergen en la multiplicidad de tradiciones monásticas. Sí, hombre, sí, ya puestos a complicar las cosas, llevémoslo al extremo. No me explico cómo San Francisco, Santa Teresita del Niño Jesús y tantos otros pudieron alcanzar la santidad y enriquecer la Iglesia con indicaciones espirituales sin tamaña complicación lingüística.
Reconozcamos, al menos, una virtud del cursito: el precio. Por cuatro sesiones de éstas en un centro budista seguro que le cobran a usted una pasta.
Entrando en materia, tengo mis dudas respecto a calificar de "monástica" la espiritualidad franciscana, como me parece muy cuestionable admitir que Taizé haya producido ya eso que se llama una "tradición". ¿Y no hubiera sido mejor recalcar el ser uno mismo en el Otro? No sé, seguramente la primera conferencia sin utilizar "libertad" ni derivados haya dado en el clavo con su título. Porque a todos nos haría falta una mayor dosis de humildad, empezando por el blogger que aquí escribe y terminando por el alma en pena que redactó el subtítulo del curso.

martes, 2 de febrero de 2010

El Dios terremoteado


Hace unos días el obispo Munilla abrió la boca y encendió los ánimos no sólo de los que siempre tienen el bidón de keroseno preparado para hacer de una chispa de chisquero una fogata, sino también de personas más decentes que inmediatamente fruncieron el ceño ante las declaraciones del mitrado. No entro a examinar el fondo del asunto (más profundo de lo que una captación rápida permitiría); otros lo han hecho ya y no mal, pero sí que deberíamos preguntarnos si ciertas frases pueden soltarse con tamaña expedición. Nuestra época, en la cual los poderes mediáticos cuidan muy bien de que quien más quien menos andemos con un pervertido sonotone, no es un buen ámbito para proceder con un “el que tenga oídos para oír que oiga” generalizado. No se trata de reclamar silencio o de callar determinadas verdades, sino de la no siempre fácil pericia de decir las cosas no sólo para que sean entendidas acertadamente (lo que ya cuesta, por esa interesada sordera a la que antes me refería), sino, además, para que no puedan ser fácilmente desentendidas en beneficio de quien se lucra de la confusión. La prueba del desacierto está en que poco tiempo después el mismo Munilla se vio forzado a aclarar qué quiso o no quiso decir.

El terremoto de Haití, como cualquier otro desastre natural con víctimas inocentes (tsunamis, volcanes, ciclones, pestes, etc.), tiende a provocar un cierto descalabro en nuestra imagen de Dios, tanto si ese Dios es un mero concepto como si es un Alguien arraigado en el corazón. En el primer caso no hemos avanzado demasiado desde Epicuro: o es muy malo y cruel, porque pudiendo no quiere evitar estas cosas; o quiere y no puede y entonces es una divinidad del tres al cuarto; o simplemente no es. Huelga decir que los grandes defensores de este razonamiento son los que afirman que Él no es y tragedias como las de Haití les vienen como anillo al dedo para sonreírse burlones frente a los creyentes. Estos no necesitan que les venga nadie con dilemas filosóficos porque la gran mayoría de ellos mismos se pregunta, cuando ve las imágenes que estos días la televisión nos repite una y otra vez, dónde está Dios o por qué Dios permite o todas esas cuestiones que también honradamente pueden hacerse desde la fe. Tampoco falta quien parece tenerlo excesivamente claro. Los viejos manuales de teología llegaban a decir que Dios permitía estas cosas como avisos saludables y que mostraba así a propios y extraños la verdad de las palabras de Cristo, de que la muerte viene como un ladrón. He visto por la televisión cómo un carpintero haitiano, sin duda un evangélico, se extrañaba de la admiración ajena, decía que todo aquello estaba ya previsto y citaba pasajes como Mateo 24,7, mientras continuaba fabricando ataúdes. O cómo otros daban gracias a Dios por haber sobrevivido, mientras un pastor les decía que ellos habían sido escogidos para vivir gracias a su fe, que su fe les había salvado (alguien debería haberle recordado ciertas palabras de Jesús sobre aquellos dieciocho aplastados por la caída de una torre en Siloé). Un compañero la semana pasada salió de rezar el oficio señalando insistentemente su Breviario y diciendo: “ea, a los que preguntan dónde está Dios en el terremoto, que escuchen En el terremoto, acuérdate de la misericordia, oración, oración”; este hermano es uno de los más mayores y de los más espirituales de la congregación, tal vez aquel versículo de Habacuc a él le sirviera, yo no quise decirle que la traducción litúrgica española es cuando menos en este punto moderadamente libre y que fuera a mirar en la Vulgata, mucho más pungente: cum iratus fueris, misericordiae recordaberis, aunque en cualquier caso comparto que siempre es oportuno decirle a Dios que se acuerde de su misericordia. Espeja ha escrito en Ecclesia recordando que el Dios de Elías no estaba en el huracán, ni en el terremoto, ni en el fuego, sino en una brisa suave.

Hay quien dice que la cuestión sobre el mal no tiene otra respuesta que el silencio, la compasión y la solidaridad. Tampoco yo tengo una respuesta fácil y diáfana. Dios parece no haber respondido más que con nuestra libertad, de la que sólo muy excepcionalmente se desdiría (suponiendo que efectivamente se desdiga). En algo tenían razón los viejos manuales: estas catástrofes nos sorprenden por lo inesperado, por la cantidad (millares) y por la cualidad (inocencia) de las víctimas, pero en esencia no hay más que una diferencia de tiempo y de modo con todos los dolores y todas las muertes injustas de la tierra. La repetición y difusión de las imágenes aumenta nuestra conciencia del desastre. A veces me pregunto qué pasaría en las conciencias si los medios nos ofrecieran imágenes repetidas y en directo, imágenes vivas y detalladas, por ejemplo, de los abortos practicados, de la explotación infantil, de tantas y tantas catástrofes silenciosas en las que no podemos utilizar el recurso de culpar tan directamente a Dios. Y volviendo al terremoto, ¿no es una llamada de atención al orgullo de un progreso científico que pretende explicar el origen del universo pero que se revela incapaz de predecir qué es lo que va a ocurrir dentro de unos instantes bajo nuestros pies?

¿Dónde está el Dios terremoteado o terremoteador, sondeador de abismos? ¿Debería acabar en todos los casos con el mal inculpable? ¿Podría hacerlo sin descrear el mundo? Lo ignoro. Sólo soy un outsider que ve oscuramente, como en un espejo enigmático, espero un día ver cara a cara. Mientras tanto, el Dios cristiano, hasta dónde yo sé, está, como cantamos el Jueves santo, ubi caritas et amor.