
Estuve en Valls el pasado jueves. Andaban todavía montando los aparejos de luces para celebración de las fiestas Decennals de la Candelaria que empezaban al día siguiente (o sea ayer). Los aparejos en la plaza del Pati me recordaron al alumbrao de la Feria de Abril sevillana. En Valls, aunque habrá danzas, lo característicamente central del lugar (con fiestas o sin ellas) no es el baile, sino los castells. Digo yo que algo hay de común, además de las luminarias, entre estos y aquellas. Es la dedicación a lo evanescente y lo gratuito. Horas y horas de preparación y aprendizaje. Sudor y autoestima. la mujer que baila unas sevillanas es, en ese momento, la reina del mundo, al menos se siente así, no importa la edad que tenga, ni importan los espejos, ni la clase social. Algo parecido sucede con el casteller. No importa el lugar que ocupe, si en los dosos o simplemente apretando en la pinya. Lo que se carga y se descarga es su castillo. ¿Qué más efímero que el baile de una sevillana o la ejecución de un castell? Y, sin embargo, son esta suerte de cosas efímeras las que parecen acercarnos más a la corza huidiza que es la felicidad.
Por cierto, a Valls fui a visitar a unas monjitas de clausura. No me dolió regresar el mismo día, perderme el encendido de las 350.000 bombillas y todo eso. Porque me vine llevando mucha luz por dentro. Será quizá que lo que realmente perseguimos y no siempre encontramos en la fiesta y el jolgorio es que nos alumbren por dentro.