El pasado miércoles, mientras buscaba en la T4 la situación de la puerta de embarque, recordé cómo más o menos en estas mismas fechas diez años atrás, también en un aeropuerto, me convencí de la teoría de la evolución. No fue en Barajas, sino en el Prat. Como todo el mundo sabe, en un aeropuerto sólo dejas de encontrar a la persona que buscas, los demás aparecen siempre por cosas del azar. Así que aquella tarde de 1999 me encontré casualmente con R., una buena amiga que trabajaba en la venta de billetes de Iberia y que estaba a punto de empezar su turno. La acompañé primero a ver los cambios de moneda (?), después me pidió mi billete económico para ver si podía colarme por la cara en preferente. Esperé. Volvió con cara de circunstancias: "Está totalmente lleno, pero bueno al menos que esperes a gusto, ven conmigo", y de este modo completamente ilegítimo, pero válido, estuve por primera y única vez en mi vida en la sala VIP. Allí R. se tomó un café conmigo y, antes de partir rauda a su ventanilla de trabajo, me avisó señalando a las chaquetas rojas: "no tienes que preocuparte de nada, ellas te avisan cuando tengas que embarcar". Era una hora tranquila y aquellas dos señoritas no tenían trabajo excesivo. En aquella sala llena de luz, revistas, café, té, croissants, ensaimadas, sólo había tres VIPs: un tipo de unos sesenta años, voluminoso, nervioso, antipático, enfundado en un traje gris clásico; un joven nórdico con elegante pullover que tecleaba plácidamente en su Mac; y un outsider con americana sport, macuto deslucido y el alzacuellos pendiendo descuidadamente de un lado para airear la garganta. Después de una merienda más que suficiente, ¿qué hacía un tipo como yo en un sitio como aquel? Pues hice lo único que puede hacerse de provecho en tales casos: observar. El señor nervioso voceaba móvil en ristre y no soltaba precisamente halagos. Por lo visto, se estaba hundiendo el mundo, menudo broncazo se estaba llevando el interlocutor. Ya sé que a ustedes no les interesa, pero uno dice lo que sabe, que el negocio era, al parecer de horchatas, que el tipo era el dueño y que o pagaba muy bien o tenía que estar la cosa muy mala para trabajar para él. "¡Pues lo averiguas y me llamas!". Menos mal, una tregua. Corta. Porque a los cinco minutos el tipo volvió a coger el móvil y no para mantener una conversación tierna. Yo no hablo sueco ni por señas, pero el joven nórdico levantó la cabeza con una expresión clara de "¿por qué no te callas?". Si yo fuera inversor, no pondría un duro en un negocio capitaneado por alguien con tan mala horchata. Además, leí hace tiempo en alguna parte una entrevista al Presidente de una compañía que factura una millonada, donde el entrevistado decía poco más o menos que él apenas usaba el móvil, que eso, concebido como una necesidad continua, era sólo para los pringaos (no utilizaba esta palabra, pero el sentido genuino era ese, y además un sentido acertado, huelga decir que un servidor apenas usa profesionalmente el móvil). Pero volvamos a la sala VIP. Acertó a pasar una de las muchachas, la rubita, cerca del tipo del móvil, y éste, haciendo una pausa que el sufrido empleado del otro lado debió aprovechar para rascarse la oreja, la llamó con un ademán arrogante. "Eh, oiga, oiga, todo es dulce, todo es dulce, ¿no tienen nada salado?", le espetó señalando el amplio surtido de pastelería. "Hay cacahuetes, señor", dijo la señorita poniendo cara de se-acabó-el-jabugo. "Cacahuetes, cacahuetes, ¡cacahuetes pa los monos!". En este punto el joven nórdico volvió a levantar la cabeza, buscó en un departamento de su maletín y extrajo unos auriculares. Estuve observando diez minutos más, luego decidí que allí no aprendería nada nuevo, así que, después de tomarme un poleo menta bien azucarado y teniendo en cuenta que la hora de embarque estaba próxima, enfilé hacia la salida, dije adiós a las amables señoritas del mostrador y, una vez en la puerta, di una última mirada de despedida a la sala, como quien mira la senda que nunca ha de volver a pisar. Y entonces, rendido a la evidencia, comprendí que la teoría era cierta y que, además, funciona en los dos sentidos. Allí había un ser humano con dos hilos de plástico en las orejas, doblado sobre un aparato en el que sus dedos se levantaban y aterrizaban con rapidez, ensimismado en su labor. Y allí había también gesticulando al vacío, profiriendo sonidos mientras masticaba, seguro de sí mismo (la mayor seguridad en uno mismo es saber quién eres, él lo sabía, él lo dijo, la señorita rubia de la chaqueta roja puede dar fe, yo no me invento nada) un mono comiendo cacahuetes.
Convertirse
Hace 22 minutos
4 comentarios:
Para Outsider.
¿Para cuando la publicación de un libro de cuentos o relatos breves?
Observar es vivir dos veces, y si además da para escribir estos relatos pues "miel sobre hojuelas".
Apoyo a Jordi,para cuando la publicacion? estos relatos no pueden quedarse encerrados en este blog....le pediran cuentas en el juicio final. Usted mismo!!!!
GRACIAS por estos buenos momentos.
Es todo placer leerle
Buen relato. Al leerlo me he acordado del video del niño predicador "de los monitos" que he enlazado en mi último post
Pues lo crean o no, ustedes, esto no son cuentos, sino casos verídicos (como decía Paco Gandía)...
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