
Sucedió aquel año en que don Joaquín, ya en edad avanzada, después de cierta resistencia, decidió ponerse al día y quitarse la sotana. Aquel verano pasó cuatro días en casa de su primo don Leónidas que ejercía de párroco en una capital vascongada. Don Leónidas, algo más joven y mucho más americano que don Joaquín, le acogió con cariño y agasajo. El calor arreciaba aquellos días y aquellas noches y don Joaquín descubrió que andando por el mundo sin sotana también se sudaba lo suyo. Suyo o ajeno, el sudor seco no es agradable, así que aquella mañanita, después de la misa, le dijo su primo: “Cámbiate la camisa, que doña Reme lava hoy y mañana la tienes lista”. Don Joaquín obedeció, se puso la otra camisa gris que había traído y se dispuso a dar buena cuenta del tazón de chocolate que le esperaba en la mesa camilla. El chocolate no tenía el espesor óptimo, pero el buen apetito de don Joaquín no se arredró ante aquella contrariedad y el platito de tostadas que había junto al tazón fue vaciándose con rapidez. Pero, oh dolor, qué poco duran las pequeñas felicidades de este mundo, qué pasajeras se nos ofrecen. Las gotas de las sustancias que manchan tienen la extraña propiedad de moverse impulsadas no se sabe por qué extrañas y misteriosas fuerzas. Una de ellas, del tamaño de una perra gorda, había ido inadvertidamente a posarse, tal vez como testigo de cargo de una leve gula, sobre el pecho del satisfecho comensal. No importaba que la camisa gris fuera de estreno y de la mejor marca clerical, a los ojos de todos sólo se advertiría aquella medalla oscura y culpable, aquella declaración de torpeza y desaliño. “Nada, nada, para doña Reme. Ahora mismo te presto yo una de mis camisas”. La camisa de prestado era mucho más veraniega y mucho menos levítica. Cuando don Joaquín se vio en el espejo con aquel atuendo a rayas verdes verticales no supo qué pensar. “Te va de maravilla, a hacer el turista, pues”, le dijo el primo. Así que salieron ambos, don Leónidas a visitar a unos enfermos y don Joaquín a dar una vueltita por el centro histórico. Vestido de tal guisa, don Joaquín se sentía como un espartano combatiendo la contrariedad. Visitó el Museo Provincial y el Palacio de un noble de cuyo nombre nunca volvió a acordarse. Al cabo de poco tiempo, entre cuadros y piedras, embebido en la historia y en el arte, ya ni se acordaba de su desacostumbrado atuendo. Después entró en la catedral, miró, admiró y rezó.
Al regreso no había nadie en la casa rectoral. Pero la iglesia parroquial estaba abierta. Entró y, para su mal, coincidió en la entrada con doña Reme. “Ya están sus camisas tendidas, don Joaquín”. “Gracias”, dijo él sonriendo. “Don Joaquín, si no es molestia, ¿me puede usted confesar? Será sólo un momentito”. Es lo que tiene ser cura de paso, lo saben bien los predicadores de novenarios y los esporádicos, que a la gente le vienen ansias de confesarse. “Sólo un momentito, don Joaquín”. El buen cura se preguntó si no sería ilícito, si no necesitaría la preceptiva licencia diocesana, pero después de todo qué sabría aquella buena mujer de estúpidos entresijos canónicos, iba a ser sólo un momentito, lo importante era la salus animarum esa, así que entró, vestido de turista como estaba, en el confesionario, se puso descuidadamente sobre los hombros la vieja y fatigada estola que colgaba en el interior y se sentó a oír la confesión de aquella ánima atribulada.
Que sí, que sí, que hay días en que las cosas sólo pueden ir a peor. Y aquel día, cuando don Joaquín estaba absolviendo a peccatis tuis a la buena ama, el señor Rodríguez mojaba sus dedos en la pila de agua bendita. El señor Rodríguez, que venía a hacer su cotidiana Visita al Santísimo, pertenecía a la Adoración Nocturna, a la Archicofradía de las Ánimas, a la Tercera Orden Carmelitana y a la Hermandad de Excombatientes. Se movía como si desfilara, era corpulento como un armario y lucía un bigote ceremonial. Vio luz en el confesionario y eso le dio alegría, estaba bien que alguna vez don Leónidas estuviera donde tendría que estar más a menudo, hasta que se acercó y vio dentro a un tipo incógnito, vestido como del Betis, con la estola medio doblada mostrando el forro. “Coño, un gracioso”, se dijo. Don Joaquín vio avanzar aquel tipo fornido hacia el confesionario, con la cara seria y circunspecta, el ademán grave, el paso firme. “Otro pobre pecador que viene a pedir misericordia”, se dijo. Era hermoso ser cura y a sus años poder hacer tanto bien, así que, ante aquella faz ceñuda, sin duda por el peso de la culpa y la vergüenza de tener que declararla, don Joaquín esbozó una sonrisa acogedora. El señor Rodríguez no tuvo dudas de lo que había que hacer, aquel seglar no sólo estaba chanceándose de algo tan sagrado como es el sacramento de la penitencia, sino que encima se sonreía burlón. El señor Rodríguez flexionó el tronco para doblarse sobre el rostro de don Joaquín, éste inclinó la cabeza para permitir más fácilmente que el penitente pronunciara el “Sin pecado concebida”, pero en lugar de tal acostumbrado latiguillo ritual, lo que percibió el oído de don Joaquín fue una voz de volumen discreto, como pedía el lugar sagrado, pero al mismo tiempo brusca, imperativa, áspera, recia, henchida de una irritación casi incontenible, que le decía: “O sale usted de ahí o le doy dos hostias”.
La sangre no llegó al río, aunque en lo sucesivo don Joaquín siempre desayunó con la servilleta colgada del cuello a modo de babero.