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lunes, 13 de julio de 2009

Si fuera prosista escribiría cosas así (III) o don Joaquín echando cuentas


El buenazo de Don Joaquín amaba su Parroquia de San Pelayo. Aunque al principio le costó adaptarse, con los años y el roce aquello fue su casa. Y, entre las Obras parroquiales, la niña de sus ojos era la Escuela Parroquial. Era su director, su profesor de lengua y literatura españolas, de geografía, de historia. Y, por si fuera poco, dada la escasez de recursos pecuniarios, también ejercía rigurosamente la peliaguda tarea de contable. En esta vertiente la autoexigencia era máxima. Don Joaquín, más práctico que piadoso, se había agenciado ya en sus últimos años de seminario unos manuales de contabilidad de los que se usaban para estudiar Comercio, se los había empollado a conciencia, como si fuera una segunda vocación. En San Pelayo, cuando el obispo venía a confirmar, don Joaquín se las arreglaba para encontrar medio minuto y mostrarle, como quien muestra una obra de arte, aquellos libros de Diario y Mayor, con anotaciones de caligrafía primorosa, impecables, mientras decía: "Aquí, Excelencia, cada céntimo queda anotado". Limitábase el Obispo a sonreír, por aquello de que cada loco con su tema, sabiendo que aquellas eran aficiones honestas, como la que tenía el párroco de la Milagrosa (coleccionar búhos en pequeñas imágenes decorativas, llaveros, cerámicas, abrecartas, todo un mundo de búhos) o la especialidad que ostentaba el de San Andrés (explicar pormenorizadamente las incomparables excelencias del purito Rossli).
Pues aconteció que una mañanita calurosa de julio estaba el bueno de don Joaquín en camiseta cerrando las cuentas de la Escuela cuando se le presentó una impertinente diferencia de 1,23 pesetas. Tranquilo, se dijo, que el Borrador cuadraba. Era cuestión sólo de tiempo: repasar las anotaciones, las sumas, puntear, sabía que aquello no podía durar mucho, que no había diferencia que se le resistiera. El verano lo que tiene es que la gente abre las ventanas (especialmente en aquellos tiempos en los que no era común el aire acondicionado) y por las ventanas entra el mundo en los pequeños mundos individuales con el peligro del desbarato. La ventana de la oficina de don Joaquín estaba en el primer piso de la casa parroquial, daba a la plaza y tenía delante un arbolito generoso en sombra. Hallábase don Joaquín empezando sus sumas cuando dos comadres se encontraron bajo el arbolito, se saludaron no precisamente con un susurro y empezaron una conversación: bla, bla, bla, bla. Don Joaquín, mientras se esforzaba por sumar, supo primero de la salud de ambas, embarcadas en la extraña competición de quien había estado más malísima, "pues te veo bien", "ahora sí, claro, pero que lo he pasao yo mu malamente", "anda que yo, mira, unos párpitos me daban". Pálpitos los de don Joaquín que al empezar la hilera no sabía cuántas se llevaba, así que vuelta a empezar, y a ver si a estas buenas mujeres les daba por circular. Aunque la sombra era buena, julio inducía al abanico, por lo que cuando la Lola y la Carmela pasaron al tema de los retoños respectivos, empezó a oírse ese abrircerrar de carraca propio de la época, entre frase y frase, raaaac, raaaac, con lo que las 1,23 pesetas empezaban a cobrar un aire de misterio y de derrota administrativa. Era imposible concentrarse, poner la vista en las cifras teniendo el oído tomado por los chismes. ay, si entonces hubiesen habido las absoluciones colectivas, podría al menos haberse ahorrado el buen párroco sus ratos de confesionario; hubiese bastado en la misa mayor decir: "hijos míos, decid todos: señor Jesús, ten piedad de mí, y os doy la absolución, que los pecados de todos ya me los dijeron la otra mañana la Lola y la Carmela". Pasaron diez minutos, un cuarto de hora, media hora, no había manera de repasar una sola suma con tanto bla, bla, bla, y con tanto abanico abriéndose y cerrándose. Allí se corroboraba que en el mucho hablar no faltará pecado, porque don Joaquín, además, empezaba a sentirse tentado de la ira, acalorado, nervioso. Hizo un enésimo intento de dedicarse a lo suyo, pero ni por esas, pensó en claudicar, en cerrar la ventana y asfixiarse antes de dejar aquello descuadrado, pero un hecho de inmensa gravedad, pasados los tres cuartos de hora del encuentro, tuvo una influencia determinante en su desenlace. Un goterón espeso e inadvertido de sudor se desprendió de su frente inclinada sobre el libro Diario y fue a caer precisamente sobre una cifra anotada, convirtiendo en irregular lo primoroso. Don Joaquín dio un puñetazo de cosa juzgada sobre la mesa, dos lápices fueron al suelo. Dirigíase ya el buen cura a llenar un cubo de agua con no muy buenas intenciones cuando su mirada tropezó con el cuadro del Ecce Homo que tenía en el cuarto. Hay acciones que un buen párroco no puede permitirse, así que don Joaquín, que lo era, recapacitó, se enfundó, pese al sudor, la sotana, mientras se sonreía con cara de pillo. Que sí, que siempre hay un plan B.
Pues estaban la Lola y la Carmela hablando tranquilamente sobre lo que la vecina de la primera cobraba de alquileres cuando oyeron que se abría una de las hojas de la puerta de la iglesia. De allí salió don Joaquín con dos sitiales apoyados en las caderas. Eran dos asientos pesados, sostenidos a fuerza de apretarlos contra los sobacos. Eran dos sitiales hermosos, amplios, blandos, tapizados de un rojo sangre. Don Joaquín se los ponía a los contrayentes en las bodas. El buen cura vino hacia las dos mujeres, enmudecidas por la sorpresa, al paso rápido que podían permitirle sus piernas regordetas. "Hijas mías, ea, como está claro que tenéis muchas cosas que deciros, sentaros aquí, repantingaros, que ahora voy por el botijo, no se os vaya a quedar la boca seca". Se dio media vuelta y de reojo vio como las comadres marchaban, pies para que os quiero, tal vez algo refunfuñonas.
A los cinco minutos don Joaquín había encontrado la diferencia. Todo estaba en orden. Cogió el botijo, lo levantó, pero finalmente decidió echarle antes un buen chorro de anís. En aquella mañana la palomita sabía a gloria, el mundo volvía a ser hermoso y ordenado.

6 comentarios:

si, bwana dijo...

Un relato muy gracioso y, sobre todo, magníficamente escrito.
La prosa no tiene nada que ocultarle, amigo.
Un saludo.

Máster en nubes dijo...

Me gusta mucho y está fenomenal de contenido -risas- y forma, la verdad es que los relatos sobre curas o con curas desde Don Camilo hasta el Padre Brown... necesitarían un cura español pa'mostrar otra variedad (de cura, digo)

Hala, con Dios, Friar... por libre.

maria jesus dijo...

Si fuera crítico, te daría un 10.

Terzio dijo...

Bueno, yo diría que eres un Guareschi 2009: Real como una parroquia misma.

Gracias.

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Jordi Morrós Ribera dijo...

Una escritora catalana ya difunta como Mercè Rodoreda diría simplemente esta frase que abre su novela "La plaça del diamant": "My dear these thing are life" (la frase dicen que corresponde al novelista y poeta inglés George Meredith).

Agradecido por este pedacito de prosa y de vida.

Jesús Cotta Lobato dijo...

Me lo he pasado en grande leyéndolo. Coincido con Máster: qué bien vendría un buen libro protagonizado por curas.