
¿Dices tú? Para mili, la que se tiró el Lechuga en Ceuta hace treinta años. El Lechuga era de Tarifa y era poquita cosa en todos los sentidos, cortito de estatura, de peso y de luces. Nunca tenía un duro, andaba pidiendo tabaco con cara de lástima y se ofrecía a limpiarles las botas a los demás por unas monedas. Por supuesto, sólo caían algunos novatos compasivos, pues los veteranos sabían ya que si el Lechuga les "limpiaba" las botas costaría Dios y ayuda lograr que aquellas volviesen a brillar algún día. Como no tenía para el pasaje del ferry, rara vez pudo el Lechuga coger el pase de fin de semana, así que los compañeros tenían que escribirle (él no sabía) las cartas dirigidas a su madre. El Lechuga quería poner en las cartas que estaba muy triste, que estaba sufriendo mucho, que lo estaba pasando mal. Los compañeros alfabetizados trataban de convencerle de que no era conveniente escribir aquello, que aquello sólo provocaría dolor materno. El Lechuga no veía claro lo de mentirle a una madre, pero al final capitulaba: "Escribe lo que quieras, venga".
Sin embargo, en una ocasión el Lechuga pasó de ser un pobrecito en la consideración del regimiento a ser un verdadero héroe. Un día le pusieron de guardia en la puerta principal, estaría recién amaneciendo y llegó el Jefe de día de la plaza. La verdad es que el Lechuga tenía poca memoria para santosyseñas, pero pidió el santo y seña. Dada la sobredicha parquedad de memoria, poco importa aquí lo que el Jefe de día respondiera, porque, fuese lo que fuese, al Lechuga no le iba a cuadrar. La cuestión es que el Lechuga tiró hacia atrás de la palanca del fusil y enseguida se puso a gritar con agitación: "al suelo, al suelo". Si el Jefe de día hubiese visto a un soldadito fornido y serio, con ademán chulesco, diciéndole que se echara el suelo, hubiese reaccionado, así tuviera un cañón en las manos, diciendo que fuese a vacilarle a la madre que lo parió y que se iba a tirar el resto de mili en prevención. Pero ver a un metro y medio de entidad física, delgado como un palillo, gritando como un poseído: "al suelo, al suelo, el chófer también, el chófer también, cagoenlaputa, al suelo", no resultaba para nada tranquilizador, así que el Jefe de día y su escolta y su chófer, los tres al suelo. El chófer procuró no alejarse mucho del jeep. El Jefe de día se percató de que estaba en el momento más delicado de su carrera militar, recordó que desde que estuvieron acuartelados cuando la Marcha Verde no había pasado por un trago parecido, se dijo que quien se iba a imaginar cuando entró en la Academia Militar que al cabo de los años con quien iba a tener que enfrentarse no era ni con un moro ni con un ruso, sino con un enclenque andaluz, y que en su conjunto tenía huevos la cosa. El escolta, de reemplazo, no hacía más que decirse a sí mismo: "tranquilo, tranquilo", mientras su dedo acariciaba tembloroso el seguro del arma. El Lechuga empezó a gritar repetidamente: "¡Cabo de guardia, cabo de guardia!", gritos que fueron coreados insistentemente con más chorro de voz todavía por los tres tipos echados en el suelo: "¡Cabo de guardia, cabo de guardia!". El cabo de guardia se preguntó qué follón habría allí fuera y contempló el espectáculo a través de la mirilla. Aquello no se veía todos los amaneceres y el cabo de guardia, sabedor de que una ocasión así, aunque se reenganchara diez años, no volvería a presentarse, quiso regodearse unos segundos. Poco dura la alegría en casa del pobre. Porque en aquel momento un "cataclac" indicó que el Lechuga había empujado hacia delante la palanca del cetme, así que el chófer, con la respiración contenida y como quien no quiere la cosa empezaba a meterse reptando bajo el jeep. El escolta, que a estas alturas había sustituido el "tranquilo, tranquilo" por un "joder, joder" encaraba ya el subfusil por primera vez hacia una diana que no era de material parcheable. Y el Jefe de día se preguntaba sobre su propia imbecilidad al haber olvidado la Star Super S en su cuartel y empezó a imaginarse dentro de un féretro y al tonto del capitán capellán, con quien nunca simpatizó, asperjándole con cara de pocos amigos. Los cuatro, por supuesto, invocando la salvación: "¡Cabo de guardia!". Éste salió cagando leches y temblando como un flan y repitiendo: "quieto, Lechuga, quieto".
Durante una semana no hubo soldadito en el cuartel del Teniente Ruiz que no le ofreciera tabaco al Lechuga, tabaco y unas palmaditas en la espalda.
En los meses siguientes, las cartas a la madre fueron sinceras sin ser tan tristes. Al final de la mili, gracias al refuerzo escolar, el Lechuga leía medianamente bien. Por supuesto, a chupar guardias los demás, él dispensado.
(como yo, que me dispenso de blogguear hasta Pascua, que la tengan ustedes bien feliz)