Las situaciones agónicas puntuales generan héroes en nuestra mentalidad colectiva. Hay un heroísmo de la víctima, del deportista, del desahuciado. Los heridos en el atentado, el tenista que logra la hazaña tras horas de partida, la familia que se ve en la calle (y aquí independientemente de que la motivación fuese la mala suerte o que al piso, aprovechando que siempre subían, se añadiera la tele de plasma o el mercedes). Y luego están los héroes propiamente dichos, aquellos que por el bien ajeno en un momento dado afrontan un riesgo máximo, a veces incluso con el resultado de la lesión corporal o de la muerte. Estos, además, suelen tener medalla, prendida junto a la manga vacía o sobre la bandera del ataúd.
No quiero referirme hoy a estos héroes. Entre otras cosas porque, vaya usted a saber qué ocurriría y qué seríamos capaces de hacer, usted o yo, que a lo mejor no nos tenemos por especialmente osados, en una situación extrema. Me refiero a otros, a mis héroes del día a día. A mí, en momentos en que la desgana amenaza con poderme, me va bien recordarlos.
Hoy recuerdo a uno, a Michele. No sé qué habrá sido de él. Compartí con él algunos ratos en el Policlínico de Nápoles. De esto hace ya un montón de años. El Nuovo Policlinico era ya entonces una estructura envejecida, había adquirido ya esa dejadez que caracteriza a la ciudad. Durante algunos días atendí (más que nada hacer compañía o algún servicio menor) a un fraile operado del estómago. El Padre A. compartía habitación con un señor al que le habían practicado una intervención de intestino; cuando se levantaba para ir al servicio echaba previamente a sus hijas (una de ellas enfermera). "Si sporca e si vergogna", explicaba una de ellas. Yo esperaba que el señor fuera mucho al servicio, porque al menos en aquellos momentos la habitación quedaba sumida en cierta placidez silenciosa. La hija enfermera, a la que nunca entendí que pagaran por lo que (no) hacía, se entregaba en la habitación a una cháchara interminable y ruidosa, proprio napolitana, con amigos y colegas, de modo que el Padre A., recién operado y dolorido, tuvo ocasión de ejercitar la mortificación y la paciencia. En la cama central se hallaba el tercer hombre, el padre de Michele. Paralizado, sondado, llagado, incapaz de articular una palabra. Sólo dejaba escapar unos gemidos hondos cuando se le cambiaba de posición. Su actividad se limitaba a mirarnos con unos ojos grandes, curiosos e interrogativos, y a hacer sonar un entrechoque de muelas constante, una especie de acto reflejo pautado, un rechinar nada tranquilizador pero que sería tal vez su manera de afirmar que estaba vivo. Michele venía siempre a media mañana, lo lavaba, lo cambiaba de posición, lo afeitaba, le daba pacientemente de comer (no era fácil hacerle engullir). Después comía él, lavaba sus cubiertos y la fiambrera en el lavabo de la habitación, echaba media hora de siesta, estaba un rato haciendo compañía y a las seis partía para su trabajo de vigilante nocturno. Entraba a las siete de la tarde y le relevaban a las tres de la madrugada. Entonces iba a casa, dormía seis horas, cocinaba el pranzo, llenaba su fiambrera y al Policlínico un día más. Aquella era su vida. Los sábados y domingos acudía también al hospital, pero, al no trabajar, podía dedicar el resto de la jornada a actividades tan fascinantes como hacer la compra, la colada y la limpieza. En suma, poco tiempo para charlar con amigotes o perseguir faldas. Día tras día, aquella era su vida desde hacía año y medio. Una vida poco atractiva para un muchacho europeo de veinticinco años. Nunca supe (ni insistí para saber) qué pasó con su madre. Michele sonreía poco y, sin ser descortés, no hablaba mucho. Más que huraño, parecía como si con ello ahorrara energía. Nunca lo oí lamentarse, nunca.
Héroes del día a día. Como lo son los cuidadores a los que en nuestro país también la crisis va a pasarles factura. Tengo para mí que la Ley de Dependencia ha sido, en materia de derechos sociales, el avance más importante que se ha dado desde el franquismo. Sin embargo, pronto la veremos moribunda y agonizante.
Michele, estés donde estés, gracias.
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