Hace unos días el obispo Munilla abrió la boca y encendió los ánimos no sólo de los que siempre tienen el bidón de keroseno preparado para hacer de una chispa de chisquero una fogata, sino también de personas más decentes que inmediatamente fruncieron el ceño ante las declaraciones del mitrado. No entro a examinar el fondo del asunto (más profundo de lo que una captación rápida permitiría); otros lo han hecho ya y no mal, pero sí que deberíamos preguntarnos si ciertas frases pueden soltarse con tamaña expedición. Nuestra época, en la cual los poderes mediáticos cuidan muy bien de que quien más quien menos andemos con un pervertido sonotone, no es un buen ámbito para proceder con un “el que tenga oídos para oír que oiga” generalizado. No se trata de reclamar silencio o de callar determinadas verdades, sino de la no siempre fácil pericia de decir las cosas no sólo para que sean entendidas acertadamente (lo que ya cuesta, por esa interesada sordera a la que antes me refería), sino, además, para que no puedan ser fácilmente desentendidas en beneficio de quien se lucra de la confusión. La prueba del desacierto está en que poco tiempo después el mismo Munilla se vio forzado a aclarar qué quiso o no quiso decir.
El terremoto de Haití, como cualquier otro desastre natural con víctimas inocentes (tsunamis, volcanes, ciclones, pestes, etc.), tiende a provocar un cierto descalabro en nuestra imagen de Dios, tanto si ese Dios es un mero concepto como si es un Alguien arraigado en el corazón. En el primer caso no hemos avanzado demasiado desde Epicuro: o es muy malo y cruel, porque pudiendo no quiere evitar estas cosas; o quiere y no puede y entonces es una divinidad del tres al cuarto; o simplemente no es. Huelga decir que los grandes defensores de este razonamiento son los que afirman que Él no es y tragedias como las de Haití les vienen como anillo al dedo para sonreírse burlones frente a los creyentes. Estos no necesitan que les venga nadie con dilemas filosóficos porque la gran mayoría de ellos mismos se pregunta, cuando ve las imágenes que estos días la televisión nos repite una y otra vez, dónde está Dios o por qué Dios permite o todas esas cuestiones que también honradamente pueden hacerse desde la fe. Tampoco falta quien parece tenerlo excesivamente claro. Los viejos manuales de teología llegaban a decir que Dios permitía estas cosas como avisos saludables y que mostraba así a propios y extraños la verdad de las palabras de Cristo, de que la muerte viene como un ladrón. He visto por la televisión cómo un carpintero haitiano, sin duda un evangélico, se extrañaba de la admiración ajena, decía que todo aquello estaba ya previsto y citaba pasajes como Mateo 24,7, mientras continuaba fabricando ataúdes. O cómo otros daban gracias a Dios por haber sobrevivido, mientras un pastor les decía que ellos habían sido escogidos para vivir gracias a su fe, que su fe les había salvado (alguien debería haberle recordado ciertas palabras de Jesús sobre aquellos dieciocho aplastados por la caída de una torre en Siloé). Un compañero la semana pasada salió de rezar el oficio señalando insistentemente su Breviario y diciendo: “ea, a los que preguntan dónde está Dios en el terremoto, que escuchen En el terremoto, acuérdate de la misericordia, oración, oración”; este hermano es uno de los más mayores y de los más espirituales de la congregación, tal vez aquel versículo de Habacuc a él le sirviera, yo no quise decirle que la traducción litúrgica española es cuando menos en este punto moderadamente libre y que fuera a mirar en la Vulgata, mucho más pungente: cum iratus fueris, misericordiae recordaberis, aunque en cualquier caso comparto que siempre es oportuno decirle a Dios que se acuerde de su misericordia. Espeja ha escrito en Ecclesia recordando que el Dios de Elías no estaba en el huracán, ni en el terremoto, ni en el fuego, sino en una brisa suave.
Hay quien dice que la cuestión sobre el mal no tiene otra respuesta que el silencio, la compasión y la solidaridad. Tampoco yo tengo una respuesta fácil y diáfana. Dios parece no haber respondido más que con nuestra libertad, de la que sólo muy excepcionalmente se desdiría (suponiendo que efectivamente se desdiga). En algo tenían razón los viejos manuales: estas catástrofes nos sorprenden por lo inesperado, por la cantidad (millares) y por la cualidad (inocencia) de las víctimas, pero en esencia no hay más que una diferencia de tiempo y de modo con todos los dolores y todas las muertes injustas de la tierra. La repetición y difusión de las imágenes aumenta nuestra conciencia del desastre. A veces me pregunto qué pasaría en las conciencias si los medios nos ofrecieran imágenes repetidas y en directo, imágenes vivas y detalladas, por ejemplo, de los abortos practicados, de la explotación infantil, de tantas y tantas catástrofes silenciosas en las que no podemos utilizar el recurso de culpar tan directamente a Dios. Y volviendo al terremoto, ¿no es una llamada de atención al orgullo de un progreso científico que pretende explicar el origen del universo pero que se revela incapaz de predecir qué es lo que va a ocurrir dentro de unos instantes bajo nuestros pies?
¿Dónde está el Dios terremoteado o terremoteador, sondeador de abismos? ¿Debería acabar en todos los casos con el mal inculpable? ¿Podría hacerlo sin descrear el mundo? Lo ignoro. Sólo soy un outsider que ve oscuramente, como en un espejo enigmático, espero un día ver cara a cara. Mientras tanto, el Dios cristiano, hasta dónde yo sé, está, como cantamos el Jueves santo, ubi caritas et amor.
4 comentarios:
Bravo por el comentario sobre un tema harto difícil de tratar.
Buenas reflexiones. En cuanto a fenómenos naturales un terremoto és inherente y necesario a la natura como lo es el peligroso rayo.Y podriamos hablar de la construcción de edificios, altura o endeblez.
Dios no puede caber en nuestra razón, porque si no, simplemente, no sería Dios. La fé siempre es un don, no un razonamiento, una filosofía o una circunstancia. Se tiene o no se tiene, y los que la tienen, en la vida y en la muerte, incluso en el sufrimiento, hallan la recompensa.
Muy buena refeflexión. La dificultad en ver es que solo contemplamos lo que hay de puertas para abajo.
Un saludo
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