
Luego está lo que yo siento por los cinco sentidos. Que tal vez ya estaba la última vez, cuando apenas me detuve, pero que no había visto un gran azulejo de la Esperanza trianera en mínimas. Veo unas magníficas fotografías en la fachada de FNAC, Aitor Lara. Oigo timbres de bicicletas que aparecen de pronto, como por arte de magia. No veo aglomeraciones en el tranvía que circula por San Fernando, ni que la boca del metro de Puerta Jerez engulla multitudes. Delante del Palacio Arzobispal no me he tropezado con cura alguno uniformado; en mis tres años de coadjutor por estos lares sólo una vez entré en Palacio; el guardia de seguridad de la puerta hizo una excepción conmigo y me tomó el nombre (por lo visto, era el sospechoso número uno). Qué historia, merece un aparte, pero la cuento punto y seguido. Que conste que fui por causa de la obediencia, porque mi General quería fotocopia de un proceso de vida y virtudes ancorado desde el XVIII, que como era un proceso de este tipo la Archivera tenía instrucciones de no facilitar nada sin la previa anuencia del Vicario General, que el Vicario General, de cuyo nombre no quiero acordarme y de cuyas luces prefiero no hablar, dijo que aquello sólo podía facilitarse al Postulador, lo cual me sirvió para decirle a mi General que no había nada que hacer, que un servidor estaba sin comerlo ni beberlo en una lista de merodeadores y que sólo con una obediencia intimada formalmente volvería yo a presentarme en el Palacio Arzobispal. Al cabo de un tiempo cerraron provisionalmente el Archivo por obras, con lo cual me froté las manos de satisfacción y tranquilidad pensando que el asunto quedaría así sobreseído. Pero una tarde me despertó en la siesta una llamada del General. Había hablado con el Arzobispo y ambos habían coincidido en algo para mí bastante evidente: la negativa a darme fotocopia de aquella documentación era absolutamente absurda. El Padre Reverendísimo y su Excelencia procedieron por la vía rápida. A la mañana siguiente un servidor tenía a disposición la documentación fotocopiada y, estando el Archivo en obras, la pude recoger en la Colombina. Mi antiguo arcipreste se ha cabreado porque después de tener su parroquia en un barracón durante diez años sin que sus gestiones para obtener una iglesia y locales decentes encontraran eco en Palacio, en cambio a don G. (quien tampoco se ha puesto en la vida cuello romano) le soltaron treinta mil euros para edificar un centro de culto absolutamente innecesario en el barrio de L.H., vamos, como para que le vengan con cuestiones de atavío. Yo me he puesto a reflexionar mientras iba estos días por Nervión y me he dicho que para confesar no hace falta andar, pero sí haber andado. Los churros de Virgen de Luján siguen siendo como esos rollos que devoraba el profeta: una delicia en el paladar y un torpedo en el estómago, así que me pido el café con leche no con uno sino con dos vasos de agua, lo cual no importa porque de agua andan sobrados este invierno, me dice el camarero. Emilio ha tenido ya tres avisos-recordatorios de que a todos nos llama el Señor algún día, así que el párroco, teniendo en cuenta lo empinados que son los treinta y dos escalones que llevan al despacho parroquial, le insinuó que convendría que fuese enseñando a un ayudante y que él lo tomara con más calma; Emilio lo tomó con calma, con seriedad, con aplomo y con cabreo contenido, respondiendo algo así como “¿me quiere usted echar?”; como se comprenderá, sigue encaramándose tres días por semana por los treinta y dos escalones, y el párroco a callar. Me percato una vez más de que sólo hay una pena peor que la de ser ciego en Granada: estar deprimido en Sevilla, así que Clarita tiene que andar muy cuesta arriba, y yo he escapado antes de tiempo (sin ver siquiera la Parroquia del Salvador restaurada), no sea que fuera a deprimirme en estos días de londinense luz.