Por ello, me pregunto si uno de los verdaderos problemas que asola nuestra sociedad no es la filosofía de la chapuza, del “y qué más da”, con la cual algunos, probablemente adoradores de Cobras o que cobran por lo que no hacen, por no pasar por “pringaos” acaban pringando a los demás. Todo esto viene a cuento del interrogante que se plantea al considerar que si se gasta un pico de las arcas públicas para accesibilidades, para hacer la vida urbana más fácil, para que todo sea más viable y hacedero, cómo entender que de pronto nos topemos con cosas como ésta:
domingo, 28 de febrero de 2010
Y qué más da
sábado, 13 de febrero de 2010
La espiritualidad como complicación

martes, 2 de febrero de 2010
El Dios terremoteado

Hace unos días el obispo Munilla abrió la boca y encendió los ánimos no sólo de los que siempre tienen el bidón de keroseno preparado para hacer de una chispa de chisquero una fogata, sino también de personas más decentes que inmediatamente fruncieron el ceño ante las declaraciones del mitrado. No entro a examinar el fondo del asunto (más profundo de lo que una captación rápida permitiría); otros lo han hecho ya y no mal, pero sí que deberíamos preguntarnos si ciertas frases pueden soltarse con tamaña expedición. Nuestra época, en la cual los poderes mediáticos cuidan muy bien de que quien más quien menos andemos con un pervertido sonotone, no es un buen ámbito para proceder con un “el que tenga oídos para oír que oiga” generalizado. No se trata de reclamar silencio o de callar determinadas verdades, sino de la no siempre fácil pericia de decir las cosas no sólo para que sean entendidas acertadamente (lo que ya cuesta, por esa interesada sordera a la que antes me refería), sino, además, para que no puedan ser fácilmente desentendidas en beneficio de quien se lucra de la confusión. La prueba del desacierto está en que poco tiempo después el mismo Munilla se vio forzado a aclarar qué quiso o no quiso decir.
Hay quien dice que la cuestión sobre el mal no tiene otra respuesta que el silencio, la compasión y la solidaridad. Tampoco yo tengo una respuesta fácil y diáfana. Dios parece no haber respondido más que con nuestra libertad, de la que sólo muy excepcionalmente se desdiría (suponiendo que efectivamente se desdiga). En algo tenían razón los viejos manuales: estas catástrofes nos sorprenden por lo inesperado, por la cantidad (millares) y por la cualidad (inocencia) de las víctimas, pero en esencia no hay más que una diferencia de tiempo y de modo con todos los dolores y todas las muertes injustas de la tierra. La repetición y difusión de las imágenes aumenta nuestra conciencia del desastre. A veces me pregunto qué pasaría en las conciencias si los medios nos ofrecieran imágenes repetidas y en directo, imágenes vivas y detalladas, por ejemplo, de los abortos practicados, de la explotación infantil, de tantas y tantas catástrofes silenciosas en las que no podemos utilizar el recurso de culpar tan directamente a Dios. Y volviendo al terremoto, ¿no es una llamada de atención al orgullo de un progreso científico que pretende explicar el origen del universo pero que se revela incapaz de predecir qué es lo que va a ocurrir dentro de unos instantes bajo nuestros pies?