Ay, si es que todos tenemos un pasado, y algunos muy poco virtuoso...
(Perdónenme los sesudos lectores que me haya permitido esta insolencia; prometo un futuro post un poquito más serio y menos personal)
Una mirada, unas palabras creyentes, que no crédulas, sobre la vida y el mundo, desde mi celda.
Ay, si es que todos tenemos un pasado, y algunos muy poco virtuoso...
(Perdónenme los sesudos lectores que me haya permitido esta insolencia; prometo un futuro post un poquito más serio y menos personal)
La compostura eclesiástica es una virtud importante. Los monjes jerónimos, por ejemplo, la tienen por característica iimprescindible. Así, decía fray Miguel de Alaejos que en su España, cuando se ve a alguien compuesto y recogido, se dice de él que es un jerónimo. No lo era don Joaquín. Don Joaquín era un cura sevillano que no se caracterizaba precisamente por su compostura. Carecía tanto de percha como de estilo. Rechonchito y con torpe indumentaria solía justificar su desaliño con aquello de “Eva murió, pero Adanes quedamos muchos”. Por otra parte, don Joaquín era un párroco pasable, muy estimado por su feligresía y, en el buen sentido de la palabra, bueno. Aquel año (hablo de antes del Concilio) a don Joaquín, que había alcanzado ya una edad venerable, le dio por poner un poco de aventura en su rutinaria vida de buen párroco. Decidió hacer ejercicios espirituales durante la Semana Santa. Así que en la víspera del Domingo de Ramos dejó a su joven coadjutor en plan ahí te las compongas, tomó un tren hacia una capital castellana y después un taxi que le dejó frente a la puerta de una casa de ejercicios de la Compañía de Jesús. Allí, junto con otros treinta presbíteros de muy diversas procedencia, escuchó tres pláticas diarias que les daba el Padre Palacios, un jesuita enjuto, escuálido y distante, alguien que parecía haber nacido antes de que se inventara la sonrisa. Su tema de predicación favorito era el de las dos banderas: “recuérdenlo siempre, hay dos banderas, dos, o se sirve a una o se sirve a la otra”. Cuando decía lo de “dos banderas, dos” el Padre Palacios levantaba un solitario índice al cielo, en un ademán que habría causado desesperación a cualquier profesor de matemáticas. En la casa de Ejercicios la habitación era amplia, la cama cómoda, la comida abundante, factores todos ellos que, diga lo que diga San Ignacio, ayudan en gran manera a que los ejercicios espirituales sean provechosos. Don Joaquín se encontraba allí a gusto, en aquella sucesión de meditaciones, rosarios, adoraciones eucarísticas, paseos por un jardín bien cuidado. Soportaba incluso pasablemente el estricto silencio, se complacía en la silenciosa solidaridad con aquellos compañeros a los que no conocía, pero con los que compartía oficio y ejercicio para ordenación de vida y salud del alma.
El cuadrito tendrá sus buenos veinticinco años, pero refleja una situación que en su tiempo era, si era, excepcional. Mi padre a veces dice: "esto vosotros volveréis a verlo, y pronto". Mi padre difícilmente emplea ya la primera persona en futuro, como si estuviera viviendo de propina , en fin, son cosas del enfisema pulmonar, que de cuando en cuando le pega un susto de dos pares de narices y que, una vez levemente recuperado, al cabo de unas horas en el hospital, todavía embozado con el suministro de oxígeno, le hace repetir que qué buen inventor era el que inventó los broncodilatadores ("fumets", dice él). No recuerdo personalmente escenas como la del cuadrito, al menos con rostros tan patéticos y tan jóvenes, con niño en el suelo. Con niño en brazos sí, muchas, todavía hoy. Y de señor con letrero también. Matías, que pide en mi iglesia domingos y fiestas de guardar, no necesita letrero. Tiene su plaza en propiedad. Antes estaba también Jaime, festivos y feriales. A Jaime lo que le gustaba era estar en el hospital de la Esperanza, donde le llevaban cuando el número de carajillos le tumbaba, literalmente hablando. Allí le hacían las curas de la incurable y devastadora llaga del pie derecho. Estaba allí a gustito, hasta que alguno de los médicos jóvenes y gafitas diagnosticaba que o le cortaban aquel pie o se moriría. Entonces Jaime, silenciosamente y sin decir esta boca es mía, como quien sale a por tabaco, se otorgaba apresuradamente el alta sin papeles y hasta la próxima. Claro, se murió, con los dos pies, pero se murió, si es que a veces da hasta asco la puntería que tienen estos médicos imberbes.
Es sabido y repetido, aunque con ligeras variantes, que hay tres cosas (un qué, un de dónde, un cuántas) que ni el mismísimo Dios conoce:a)Qué piensa un jesuita.
b)De dónde sacan el dinero los salesianos.
c)Cuántas congregaciones religiosas femeninas distintas hay en el mundo.
La fama va por este mismo orden. Así la c) puede ser a veces substituida, en un mundo en el que la disminución de vocaciones ha ido mermando el número de fundaciones de monjas, por una cuestión menos tradicional: quién es del Opus Dei. A decir verdad, me resulta actualmente más difícil a veces identificar a una monja e, identificada, ubicarla en una Congregación concreta, que identificar a un miembro de la Obra. Me guardaré de dar opiniones categóricas sobre el Opus Dei porque no lo conozco suficientemente, así que lo que pueda escribir sobre esta organización es muy limitado. Conozco a alguna persona que en el pasado se sintió vocacionalmente "presionada" de modo indebido, pero en su conjunto creo que el Opus ha experimentado una evolución favorable y cierta apertura que hay que valorar positivamente, como hay que valorar su presencia saludablemente descarada en los medios (particularmente en internet, donde se advierte una actividad institucional y personal de envidiable calidad).
Por lo que respecta a la cuestión a), ciertamente no es siempre fácil saber qué piensa un jesuita. Pero tampoco veo que personalmente haya que sospechar discordancia entre lo que piensa y lo que dice o que los jesuitas piensen tan complicadamente en comparación al resto de los mortales. Es cierto que los jesuitas, aunque tengan un mismo patrón formativo, mantienen cierta pluralidad de pensamiento de la que carecen otros grupos en la Iglesia. Sin embargo, no creo que la omnisciencia divina tenga mucho problema para el acceso telepático a los contenidos del pensamiento de un jesuita por mucha complejidad que admiradamente se les otorgue o mucha hipocresía que maliciosamente se les suponga.