Acabo de leer el post de Josep Miró en el que diagnostica (me parece más diagnóstico que reflexión) sobre el estado del catolicismo en España. No se trata de una consideración optimista. Me atrevería a decir que incluso ha sido escrito en un momento de cierta decepción. Pienso que el catolicismo en España goza de mejor salud que la que Miró le atribuye. Subrayo España, porque si se trata del catolicismo en Cataluña, tal vez haya que darle la razón. Los problemas que Miró señala se hallan desgraciadamente en Cataluña exacerbados y se hacen mucho más evidentes que en otras partes. Ya no se trata de grupos ni capillitas que subsisten ignorándose, sino de auténticas banderías que recíprocamente se desprecian y que hacen de la marca católico una referencia de confusión. Incluso nuestros obispos parecen dejarse arrastrar por el desconcierto y si no toman partido explícitamente (que a veces si lo toman y algún ejemplo reciente ha habido por parte de quien menos se esperaba), se sumergen en un silencio de perplejidad que no deja entrever ningún doloroso esfuerzo en pro de la cohesión ni de la claridad.
Urge recuperar esa belleza de la catolicidad a la que Miró se refiere, urge encarnarla aunando la difícil humildad y el descaro valiente, venciendo en todo caso la tentación de un despotismo estéril y/o de un complejo de inferioridad inmotivado. Urge recuperar el sano orgullo de ser católicos y el dolor pecador de no serlo lo suficiente, de no ser suficientemente fraternos, aunque eso conlleve reconocer, como Miró apunta, que el mayor enemigo de la evangelización no son los otros, sino nosotros mismos.